sábado, 8 de noviembre de 2008

Un día del pasado

Cualquier tiempo pasado fue mejor...mejor que no hubiera pasado. Soy de Sevilla, aunque mi ascendencia es gaditana. Mi padre y mi madre de Cádiz, mi abuela materna de Tarifa, mi abuelo paterno de Jerez, o sea, sangre gaditana, pero me identifico totalmente con Sevilla. Será porque aquí es donde me crié -algunas veces íbamos temporadas, largas temporadas, sobre todo los veranos completos a San Fernando donde mi abuelo tenía un taller de carpintería mecánica- donde conocí a mi actual mujer, donde nacieron mis hijos y mis nietas.
Pero no por eso deja de darme el tirón gaditano. Quizás sea porque cuando pasábamos esas largas temporadas con mi abuelo, viví también grandes momentos -todo lo grande que pueden ser las vivencias de un niño-con mi abuelo.
Era un hombre pacífico, muy trabajador, pero tenía dos aficiones: su casa y la cacería. Así que cuando tocaba ir de cacería, esa noche apenas si podía dormir.
Los amigos de mi abuelo eran, al igual que él, gente pudiente. Con coches, dinero a mansalva, alguna que otra "canita", sus buenos vinos finos crianza de su tierra...en fin, gente de los que pocos por aquella época sabían qué era vivir desahogado.
A lo que iba. Fue una de esas veces que mi abuelo me dijo que iríamos a cazar. Entonces la caza era caza, no cómo ahora que son amiguetes que pagan una sociedad de cazadores, van a un coto que les sale por los dos güevos y la clara del güevo del vecino, y encima más que cacería es una jauría. Una suelta de animales de corral o criadero de aves, donde se forma un círculo de ¿cazadores? de un kilómetro de diámetro y en el centro, arriba o encima de un montículo uno, que va de prestado y no sabe cómo es una escopeta, se dedica a soltar, uno a uno, los faisanes, las tórtolas o cualquier tipo de gallinácea.
Una vez asistí a una de esas sueltas y es digno de narrar. Como ya comenté antes, forman un círculo con su número correspondiente, porque claro, como el ave no tiene una dirección fija, pues van rotando cada dos tiradas. Así que en cuanto una salía volando, al momento se escuchaba un chorro de disparos "pum, pum...pum,pum,pum...pum...pum, así hasta por lo menos doscientos. ¿Sabéis que significa doscientos disparos? Pues que ninguno daba en el blanco. El faisán en cuestión aprendía a quebrar el vuelo mejor que una perdiz y en tan solo una sesión. Finalmente el faisán se salvaba de los perdigones y escapaba del círculo no sin antes pegarse dos pedos para los "buenos cazadores", o soltar una churretá que, casi siempre solía caer encima del niño con gafas y vestido para la ocasión que llevaba uno de ellos. Naturalmente, este pobrecito faisán terminaría siendo el festín de algún depredador más inteligente que los de las escopetas, puesto que al ser de "vivero" no estaba acostumbrado a buscarse la comida por sí mismo. Pero dejó en ridículo a 50 cazadores y eso tiene su mérito.
Al término de esta suelta cada cazador, les llamo así por no llamarles otro nombre, contaba sus anécdotas que le habían ocurrido entre suelta y suelta. ¡Imagínate qué anécdotas les pudo ocurrir entre disparo y disparo! ¡Qué machada!, claro que, con esto de la veda, ya tenemos tórtolas o palomas torcaces o palomas turcas a pie de carretera. Y tenían la desfachatez de sacar fotos a las presas que habían tiroteado (No más de cincuenta, cuando en realidad se soltaron 200)
Pero antes la cacería era a “palo seco”. Naturalmente debías tener cuidado con la pareja de civiles que andaban más por el campo que las liebres, pero era cacería pura. Vivías el campo, la sed, el hambre, te hartabas de andar y finalmente, cuando te sentabas debajo de una encima u olivo, te reconfortaba ver al amanecer cómo volaban los pájaros. Así que, mi abuelo, rápidamente preparaba su puesto, sacaba del zurrón la comida, el agua, montaba la escopeta y a esperar sentado a que fueran llegando las perdices, que eran su delirio por ser el pájaro más difícil de abatir.
Íbamos tres o cuatro. Yo, lógicamente, con la edad que tenía no me estaba permitido cazar, pero sí disfrutar junto a mi abuelo de un día entero en pleno campo de la sierra. Montes, vaguadas, matorrales, encinas, moscas y la tranquilidad que te dejaban esos insectos cuando no te zumbaban junto al oído.
Lo complicado era cuando abatían una perdiz. Había que buscarlas entre los matorrales cuando caía muerta. Si caía malherida, tenías que ser más rápido que ellas (que ya es difícil) y con mucha suerte, dar con ella.
Finalmente daban por concluida la cacería, allá sobre las cinco o las seis de la tarde, hacían el recuento de las piezas que entre conejos y perdices salían a 7 u 8 piezas por cabeza. Mi abuelo hacía un alto y nos refrescábamos y después comíamos lo que había sobrado entre todos
A casa llegábamos destrozados, así que nos lavábamos o bañábamos y a la cama.
Recuerdo que uno de esos días en que fuimos a cazar, hizo un día de calor de esos que te estorba hasta el pellejo. Pero al día siguiente, día en que mi tía abuela iba a cocinar las perdices, había un levante de miedo pero ella, ni corta ni perezosa, cogió las aves se fue a la azotea y allí empezó a desplumarlas. Mi abuela, mujer meticulosa y que nunca le faltaba un detalle y siempre precavida, subió con un cubo lleno de agua para que le costara menos el trabajo de desplumar a los pájaros. Llegó a la azotea y le comentó a su hermana:
- Toma, Antonia. En este cubo puedes echar las plumas para que no se te vuelen.
- Ya llegas tarde, le contestó. Las plumas están ya en Chiclana.

No hay comentarios: