lunes, 24 de noviembre de 2008

EL PODER DE LA FE

Ya hace tiempo vengo dándole vueltas en la cabeza a un tema muy delicado y crítico. No por temor a la polémica que pueda suscitar, sino más bien por el modo en que debo y tengo que abordarlo.
Existen en el mundo varios tipos de personas que afrontan la cuestión religiosa de diferentes formas. Católicos practicantes, los no practicantes, los ateos, -esos que dicen que no creen en ninguna religión, puesto que si la Católica es la verdadera y en ella no creen, no van a creer en otras que son falsas- y los agnósticos.
De pequeño, -nací en una familia muy católica-, fui educado y habituado a ser temeroso de Dios. Poco a poco y a través de los años por experiencia propia y por medio de mis vivencias fui dejando a un lado la práctica y sólo asumía mis propias convicciones. Convicciones que se mantenían por aquellos rescoldos que colosalmente fueron inculcados por la inocencia que entonces tenía. El infierno, Lucifer, el purgatorio, el cielo, los siete pecados capitales y un sin fin de palabras y frases psicológicas, extraordinariamente estudiadas y eternamente malignas. Malignas por la coacción y aplastamiento que en el libre pensamiento humano ejercían. No podías pensar o decir algo que inmediatamente no te triturara espiritualmente y, por lógica te sintieras tremendamente incómodo y destrozado. Tener algún pensamiento “impuro” era ya de por sí un tormento. Empezabas a recordar esos terribles humanoides que te estarían esperando en las calderas de Pedro Botero. Fuego eterno.
Cuando ya tomé mis estudios en la universidad, la literatura, sí, esa enemiga de, paradójicamente, los más “cultos” y lo escribo entre comillas porque me estoy refiriendo a los sacerdotes y poderes fácticos, fue cuando desperté de tan larga y horrible pesadilla. La losa que durante años estuvo sobre mí como una espada que pendía de un muy fino hilo y que en cualquier momento caería sobre mi cabeza. La literatura, la verdadera literatura, los Federico García Lorca, Miguel Hernández, Rafael Alberti…y un largo etcétera que expresaban a través de sus poemas el sentir del pueblo y de sus conciencias. Y no las Formación del Espíritu Nacional, Catecismo y demás formas ortodoxas de subliminalmente irte comiendo poco a poco el cerebro hasta convertirte en un miembro de la sociedad inútil y manejable. Ahí, justo ahí, en esa época, me convertí en ateo. No ateo como el que describo al comienzo, dando más un toque de humor irónico que de mi verdadera percepción del concepto.
Por aquel entonces, y a pesar de ser ateo, aún seguía bombardeándome una cuestión. ¿Son los sacerdotes los culpables de que hoy en día la gran parte de las personas no creamos en Dios? Creo que sí. Por sus hipócritas “creencias” –entiéndase éstas como invenciones- de algo que ellos mismos ponen en duda y, quién sabe si escondiendo una falsa y sarcástica risa, cuando alguien de buena fe grita: ¡Es un milagro! Los primeros que dudan de ello a la luz pública son precisamente ellos. Pero, y esto es lo más insolente, lo más indigno y carente de toda conciencia es que organizan viajes a Lourdes, a Fátima y a otros lugares denominados católicamente “milagrosos” siendo conscientes de que nada de ello es cierto.
Pena me dan los minusválidos que arrastrando a duras penas con sus sillas de ruedas van hacia el lugar que les prometen la curación. “La fe mueve montañas”. Y precisamente detrás de esa fe es donde se protegen esos seres sin conciencia, que no se les remueve el alma al ver cómo personas, llenas de su fe, esa fe que también de pequeño les inculcaron, van con la desesperación reflejada en sus caras, pero con la utopía de verse recuperados de sus males físicos.
Hoy por hoy soy agnóstico. Los dogmas, cómo la política son para los que comen de ella. He recorrido todas las etapas fundamentales en el ser humano, niño, adolescente, hombre y maduro y he llegado a la conclusión de que mi religión es mi familia. Lo más importante y que vaya por delante de todo. Después, mis aficiones: literatura, música y detrás, lo que me echen. Ya tendré tiempo de averiguar qué hay después de la muerte. Solo un detalle: Nadie, absolutamente nadie por mucho que quisiera a sus gente volvió ni para decir “hola”.

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